sábado, 29 de enero de 2022

LOS CELOS Y LA AJEDRECISTA DESNUDA DE DUCHAMP (ESPAÑA)

Noelia Ram{irez. 20.01.2022. Eve Babitz y Marcel Duchamp en el Museo de Arte de Pasadena en 1963. Décadas después, cuando pidieron su permiso para incluir esta foto en una biografía de Duchamp, Babitz gritó a su interlocutor: “¡Ni se te ocurra ponerla de portada!”. Al final colocaron un retrato de él en primera plana y se sintió insultada. “Quería estar en la portada, inmortal, pero sin que nadie supiera que era yo. Solo mis amigos y la gente que quiero”. / JULIAN WASSER, CORTESÍA FAHEY/KLEIN GALERÍA, LOS ÄNGELES

Fue ver la hoja de contactos de la sesión que acompaña a esta foto y Eve Babitz, la joven de 20 años que aparece sobre estas líneas jugando desnuda una partida de ajedrez con Marcel Duchamp (73 años), supo que no seguiría tomando pastillas anticonceptivas. “Fue el primer y último mes de mi vida que me las tragué. El problema no es solo que me hincharon el cuerpo como a un dirigible, es que mis pechos estaban tan inflados que parecían dos balones de fútbol de color rosa”. Así era Babitz, vividora total y sincera hasta la última coma, cronista de un Hollywood que nunca más será y que nadie supo explicar mejor. Hija de una pintora y un compositor cinematográfico dados a las fiestas, la ahijada preferida de Stravinsky, la ensayista de aparente tono ligero que escondía múltiples capas de sabiduría y que estuvo rodeada siempre de gente mucho más interesante que el común de los mortales, murió el pasado 17 de diciembre. Se fue, a los 78, por complicaciones de la enfermedad de Huntington.

Pocos han recordado estos días de obituarios que si esa instantánea tomada por Julian Wasser hizo historia, si ese posado llegó a materializarse, fue por cosa de los celos. Los mismos que Babitz quería despertar en un pseudonovio dado al ghosting que orbitaba por su vida como un yoyó: Walter Hopps, un comisario artístico y treintañero magnético de la escena de Los Ángeles, “la clase de hombre que hacía sentir bien a todos cada vez que entraba a una habitación”.

Fundador de la Ferus Gallery, Hopps era un hombre casado con otra que solo en su primera cita la subió a un avión de LA a San Francisco para llevarla al teatro y que estaba comisariando una retrospectiva de Duchamp en el Museo de Arte de Pasadena. Para celebrarla organizó una fiesta previa a la exposición en el Green Hotel, con Warhol presente, a la que, vaya, vaya, nunca invitó a Eve. Como a ella Duchamp le importaba nada y menos, Babitz decidió plantarse allí sin entrada, lo justo para comprobar que Hopps la ignoraba de nuevo y responder un “sí” rotundo cuando el fotógrafo Julian Wasser le dijo: “¿Oye, Eve, y si te fotografío desnuda con Duchamp jugando al ajedrez entre sus obras en el museo?”. A las nueve de la mañana siguiente echó aquella mítica partida con el francés (“no me concentré hasta que dejé de meter barriga”) y para cuando alzó la vista, vio a un lado a Hopps boquiabierto, con los ojos como platos y en estado de shock: “Se quedó ahí plantado, como un conejillo atrapado por los focos, incapaz de hablar o moverse”. Jaque mate por poderío y despecho de un par de balones de color rosa.

“La gente que te besa suele salirse con la suya y de lejos, especialmente aquellos con quienes te quieres besar de nuevo”, escribió Babitz en 'Amor y besos', un exquisito texto corto sobre el arte de besarse para Vogue en 1996

Todo esto lo narra la propia Babitz en Fui un peón desnudo por el arte, un ensayo sobre aquella partida de ajedrez para Esquire en 1991, recogido en la antología I used to be charming (Solía ser encantadora, editada por New York Review Books en 2019), un texto que prueba que más que experimento artístico, aquello escondía un épico toque de atención a un amante esquivo. A Babitz llegué a través de El otro Hollywood (Random House, 2018), el único de sus libros traducido al castellano que me autorregalé un Sant Jordi soleado. La acabaría conociendo de cerca cuando se debe: relajada y morena, de vacaciones. Solo así una conecta con la frecuencia de una autora que siempre te hará sentir como su +1 en todas las listas de esas fiestas a las que ya nunca acudirás. Leerla es como vivir suspendida en los inicios del verano, cuando todo parece posible en el ambiente, la temperatura es perfecta, el resto del mundo ya no tiene mala cara y esa ligera resaca que te hace creer ágil mentalmente intensifica la sensación de ser una copiloto idónea para esta maestra del flirteo hecho texto mientras toma las riendas a 120Km/h con las ventanillas bajadas y en la radio pinchan tu canción favorita.

He pensado mucho en el porqué de aquella partida de ajedrez y a dónde nos llevan los celos tras un diciembre implacable que se llevó en un transcurso de nueve días a otras dos autoras irrepetibles por cuyos textos no me cansaría nunca de subrayar fuerte. Porque además de Babitz murieron bell hooks (el día 15) y Joan Didion (el 23). Puede que con la primera nunca desarrolle un vínculo tan excitante como con Babitz, pero siempre será esa consejera serena y empática que, aunque sea la última a la que acudes porque te quita toda la diversión, siempre te convence con su abrumadora sensatez e inteligencia. De su Todo sobre el amor (Paidós, 2021) he entendido que “el cinismo es la máscara tras la que se ocultan los corazones desilusionados y traicionados” y que si nos empeñamos en confundir el amor con la atracción y con una falsa sensación de intensidad que siempre acaba descompensada y nos acerca a los reproches y a los celos (lo que ella como define como un estado llamado catexis) es porque lo hacemos “para acabar hiriéndonos continuamente”. Un baño de realidad que sentencia con algo tan sencillo como cierto: “El amor y el maltrato no pueden coexistir”.

Arriba, a la izquierda, la portada del número de ‘Vogue’ en el que Didion escribió sobre los celos. A su lado, foto de la mítica sesión de la autora fumando en un Corvette blanco. La capturó, como la partida de Duchamp, Julian Wasser

De Didion, la juez impasible, aquella que nos rescata cuando buscamos a la confidente intelectual que disecciona todas y cada una de las pruebas analíticamente y sin sentimentalismos, aprendí en Sobre los celos (un tratado total sobre la materia que escribió para Vogue en 1961 y que inexplicablemente no se incluye en ninguna de sus antologías, ¡como si fuese un texto menor!), que “los celos solo se curan cuando los vemos por lo que son, una insatisfacción con el yo”. Que a un lado están unos celos menores, impersonales, sociales y profesionales, “que no suelen dejar muchos residuos emocionales al resolverse”. Y que al otro están los patológicos: “los que viven, como los alcohólicos, en un país de sospechas acentuadas, agonías ardientes, reproches torturados, un paisaje del infierno bordeado por grandes muros de espejos deformados”. Que esos celos neuróticos, aunque nadie los etiquete como enfermedad y más bien como síntoma, “llevan a que el estómago se retuerza convulsivamente. Significa la palabra irrevocable que uno no quiso decir, el vengativo alejamiento en la cama, el deseo incontrolable de levantarse y salir corriendo de una mesa porque uno no puede soportar ver lo que sucede al otro lado”. Que fatales o no, “los celos mutilan el espíritu, paralizan la voluntad”.

Al contrario de lo que afirmaban siete de cada diez adolescentes españoles en 2013, ya no creo que los celos sean una expresión del amor. No tuve que jugar desnuda con nadie, pero me costó entender lo que tarda en llenarse esa autoestima de la que hablaba Didion. “Es aterrador, pero los celos solo mueren con el cuerpo. No sé cuantas veces he tenido ganas de morir para liberarme de ellos”, escribe Gabriela Wiener en Huaco Retrato (Random House, 2021), donde más adelante anota otra frase muy subrayable y apropiada tras interiorizar todo lo que nos dejaron hooks, Babitz y Didion: “La teoría me la sé. Pero cómo me la meto al cuerpo”.

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